La primera…

Recuerdo que fue un 6 de enero de hace ya muchos años. Nos cruzamos en el comedor de casa y enseguida algo surgió entre nosotros. Ella, con su blanca palidez, me enamoró desde el primer momento y pese a que el inicio entre ambos no fue todo lo fluido que uno desearía, al poco tiempo ya nos compenetrábamos perfectamente.

Los primeros meses nos ayudaron a conocernos, a vencer los miedos, a cogernos confianza el uno al otro. Me ofrecía aquella libertad que hasta entonces no había conocido y que pronto vi que nada más podría disfrutar con ella. Me ayudó a dejar de lado miedos y desconfianzas, a creer que había llegado el momento de poder hacer o deshacer sin tener que apoyarme en nadie.

La llegada del verano hizo que pudiésemos compartir todavía más horas juntos, e incluso vino de veraneo conmigo a aquel pueblo que ni tenía entonces ni tiene ahora una sola calle sin pendiente. Aquellos meses de julio y agosto sirvieron para afianzar una amistad que nada podría romper. Fueron unas vacaciones diferentes. Las primeras quizá de una larga lista de vacaciones diferentes. Compartimos multitud de excursiones junto a otros que empezaban a sentir lo mismo que nosotros, pero también tuvimos tiempo para nuestras escapadas furtivas, aquellas en las que no había nadie más que nosotros, aquellas que hacíamos cuando era tan temprano que la mayoría dormían, cuando hacía tanto calor que nadie osaba salir a la calle, cuando era tan oscuro que parecía una locura no protegerse de la negritud.

La vuelta a la rutina, a la ciudad, a las obligaciones, nos distanció, aunque sólo físicamente. En nuestro interior seguía vivo aquel fuego que nos había enseñado el significado de la palabra vivir. La llegada del frío invierno limitó aún más nuestros encuentros, pero nuestra mente y nuestro corazón confiaban ciegamente en que la naturaleza siguiera su curso y la primavera desembocara pronto en nuestro universo.

Sin temor a equivocarnos, quisimos repetir, cuando el calor todo lo inundó, todos y cada uno de los pasos vividos el anterior verano, siendo incluso más valientes y atrevidos en nuestras nuevas aventuras. El resultado dio la razón a nuestras expectativas. No había duda ya: habíamos nacido el uno para el otro. Sin embargo, algo cambiaba en nuestra manera de relacionarnos. La maduración de ambos no seguía el mismo patrón y pese a qué el fondo de lo que nos movía era idéntico, una especie de desazón me hizo regresar a casa algo desanimado al finalizar las últimas huidas del mes de agosto.

Aquel invierno fue un tanto diferente. Nuestras reuniones aún eran sinónimo de alzar el vuelo, de libertad, de desasosiego… pero yo cada vez me sentía más incómodo a su lado. Sí, ese fue el peor descubrimiento para mi. Era yo quien había cambiado, y de una manera irreversible. Era yo quien ya no me sentía igual con ella. Era yo quien empezaba a escribir el final de una historia en la que ella sólo puso alegría.

bh_plegableNo fue mucho después cuando la abandoné definitivamente. Su blanca palidez se quedó apartada, arrinconada junto con viejos sentimientos. Sin miramientos, sin el respeto que sin duda merecía, la substituí por una nueva amiga, más alta, más madura, más… como yo. Pero todavía entonces, igual que ahora, pese a la felicidad que me invade cada vez que estoy con “la otra”, no puedo reprimir esa nostalgia que siempre tengo hacia la que fue ella, la primera.

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