La mano baja hacia el cuadro, tanteando hasta encontrar la maneta del cambio. Una vez allí toca mover hasta que notas que la corona que quieres ya está engranada. Vuelves a colocar la mano en el escalador, algo más lejano de lo que suele estar. La cadencia de pedaleo tampoco es la habitual. Normal, cambiar el plato de 34 dientes por uno de 42 debe notarse en algo… Pero tampoco molesta. De hecho, no molesta nada. Ni el viejo sillín sin abertura prostática que parecía el más incómodo del mundo y que no ha dado problemas. Ni esos rastrales que nada tienen que ver con nuestros súper-prácticos pedales automáticos ajustados al milímetro. Y muchos sin el obligatorio casco, que hoy descansa en casa para dar paso a esa gorra ciclista con la que se cubrían la cabeza aquellos que fueron nuestros primeros ídolos.
Tampoco el entorno de compañeros y compañeras con los que se rueda es semejante a nada. Nadie pasa a grandes velocidades, nadie tiene esa tensión en el rostro de otras marchas “no competitivas” donde sí se puede competir. Todos hablan, bromean, comentan, miran con curiosidad aquel maillot que no veían desde aquel Tour de 19…, aquella bicicleta igualita que la que llevaba Bartali, o Coppi, o Bahamontes…
Hasta los descansos son diferentes. Barritas? Geles? Isotónicas? No. Bocadillos, coca, cava y vino. Sin prisas. Degustando. Charlando. Fotografiando. Sintiéndonos parte de un pasado que parecía irrecuperable pero que ha vuelto para disfrutarlo un solo día.
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