Mortirolo

IMG_20180615_124601_HDR_2

Me despierto temprano. Habré dormido poco más de 7 horas pero mi cuerpo ya pide actividad. Mi cabeza se debate entre la ilusión y el temor. Hace tantos meses que esperaba este día. Desde que decidimos venir a los Dolomitas había un puerto al que temía por encima del resto: el Mortirolo. Una de esas subidas en la que no es suficiente meter todo el desarrollo e ir haciendo para completarla. En ésta se va a sufrir.

Pero estoy ilusionado. Es uno de esos puertos míticos que han escrito ellos solos historias ciclistas memorables. Induráin, Contador, Pantani… Con esa media de más del 10% durante más de 12 kilómetros. Con esas puntas que se acercan al 20%. Un puerto donde hay que usar la fuerza para vencerlo.

Qué cosas. Porque estoy ilusionado e impaciente porque empiece cuánto antes la jornada encima de la bici, pero a la vez estoy algo asustado por si las horas pasadas encima de la bici en los últimos meses no han sido lo suficientemente provechosas. Esos madrugones para las clases de spinning de las 6 de la mañana donde se ha apretado de lo lindo buscando mejorar la fuerza. Ahora, en un rato, comprobaré si están hechos los deberes correctamente.

Ilusionado y asustado. Deseando y temiendo el inicio. Y una vez puestos en faena, implorando que se acabe hasta que vea al puerto casi vencido, momento en el que querré que esos últimos instantes sean eternos.

Sé que cuando nos acerquemos a Mazzo di Valtellina ya no habrá vuelta atrás. Que la primera rampa será de aúpa. Que el secreto no será otro que «guardar, guardar y guardar». Una táctica que debería permitirme disfrutar de la subida y quien sabe si exprimir un poco las piernas los últimos kilómetros.

Eso sería genial. Poder subir sin sufrir demasiado, disfrutando del paisaje, escuchando la respiración, pasando y siendo pasado por otros compañeros, y bajar algún piñón en la parte final para sentirme realizado en lo más alto del puerto.

Ese sería el plan. Y como decía Hannibal, «me encanta que los planes salgan bien».