Sin reloj…

Hay días, pocos, en que la trayectoria de los astros confluye totalmente hasta deparar una jornada sin prisas. Así fue el jueves pasado. Como no era cuestión de dejar escapar semejante regalo, me «enlicré» como mandan los cánones del buen globero, cogí la barrita y el gel que me acompañarían «por si acaso», llené un solo bidón de agua sabedor de algunas fuentes que me podrían servir para reponer líquido y puse todos los cachibaches electrónicos en su sitio.

La ruta? Pues la verdad es que no había nada consistente a priori. Como en los últimos días me había encontrado bien tenía en mente una subida a Montserrat, que la tenía abandonada desde febrero. Pero una de esas subidas a fuego, de las que conforme te acercas al inicio del puerto ya te empiezas a plantear si es buena idea. El resto del recorrido ya iría «fluyendo»…

Así que, para empezar, hacia el «jardín de mi casa», también conocido como el Obac. Subida progresiva, sin grandes rampas, disfrutando de paisaje y reconociendo cada uno de los baches por los que he pasado tropocientas mil veces. Al coronar, sorpresa, un antiguo compañero de rutas que se ha jubilado recientemente y que me puso al día de su nueva vida y de sus ansias por cambiar de bicicleta ahora que la va a sacar a pasear más a menudo. Una de esas charlas que siempre me hacen mirar el reloj pero que, gracias a los astros del día, me podía permitir. Bajamos juntos hasta Rellinars entre la tradicional niebla «vacarissana» y ahí separamos nuestros caminos.

Después de bajar y llanear un rato me planté ya a los pies de Montserrat. Casi ocho kilómetros por delante de subida muy constante. Como el masoquismo es algo que, extrañamente, me gusta, pues pongo ritmo y empiezo a devorar metros. Quizá con demasiado optimismo al principio, pues los dos últimos kilómetros se me hacen un poco largos, pero al fin y a cabo el sufrimiento también forma parte del juego. Una vez arriba, visita a la esplanada de la basílica donde hay más ciclistas que turistas y donde me encuentro con una peña de abuelos, todos ellos con bicis eléctricas, que no pierden la ocasión para relatar alguna de sus batallitas. Vamos, lo que viene a ser un adelanto de lo que seré yo mismo dentro de 30 años…

Con Montserrat en el saco toca decidir el siguiente destino. El referéndum lo gana el Casot, una subida desde la carretera de Marganell con porcentajes de los que hacen daño en las piernas. Creo que hasta un 18%. Lo que viene siendo una locura después de un Montserrat a tope. Pero no vamos a defraudar a los astros en el día que nos han concedido. Así que primero bajar para luego volver a subir. El Casot es de esas cuestas en las que no vale aquello de «no mata la dureza, mata la velocidad». Aquí vas lento, muy lento, y te vas muriendo… Pero se supera.

Siguiente objetivo: a) volver hacia Castellbell y subir a Rellinars, b) ir por Vacarisses y subir el «Mortirolo» o c) subir Rocafort y Estenalles. Pues sí, la c. La más dura. Una de aquellas decisiones de las que uno se empieza a arrepentir nada más tomarla. La barrita ya está en el estómago y el gel no tardará en hacerle compañía.

Subir Rocafort no es excesivamente duro. A no ser que sea mediodía y lleves 1.700 metros de desnivel en las piernas. Así que toca poner una marcheta alegre y cómoda para no quemar todas las energías e ir sumando kilómetros. Que después al lumbreras que ha ideado el recorrido le queda todavía Estenalles desde Mura…

Mura. Un pueblo precioso. Restaurantes magníficos, casas de piedra… y una subida infernal para cruzarlo. El mejor aperitivo antes de los últimos 10 kilómetros de ascensión. Toco la maneta para subir piñones pero no responde. Ya no queda más desarrollo que meter. Así que sin prisa pero sin pausa se trata de ir superando tramos. En solitario, eso sí. Se ve que el resto de ciclistas de la zona tienen reparos en subir Estenalles a las 2 de la tarde. Hay mucho acomodado últimamente en este mundillo.

Un buen rato después llego a la cima y ya sólo queda dejarse caer hacia casa. Casi 120 kilómetros de placer sin prisas. Sientan tan bien que seguro que debería estar prohibido. Ahora sólo toca saber cuando los astros volverán a alinearse… pronto espero.

Año Nuevo

Inicio de año es sinónimo a echar la vista atrás y mirar con cierta nostalgia aquello que ya no volverá jamás. Personas, situaciones… todo vale. También es momento para poner el contador a 0 del cuentakilómetros, aunque muchos no hayamos dejado de salir durante la última parte del otoño y principio de invierno. Hojeamos artículos de entrenamiento, hacemos cábalas sobre las horas de las que vamos a disponer en el recién estrenado 2020, nos fijamos en esas marchas que aún nos quedan por hacer, en esas rutas, cercanas o no, que nos gustaría conocer…

Debo reconocer que a mi el final de año y el principio del siguiente me cogen en un momento algo extaño. Durante unos días deseo hacer algo distinto: correr, ir en MTB, parar a desayunar… Es momento también para tener consciencia de que los años pasan y que aquella amiga que se llama Strava igual en los próximos meses se convierte en una bruja que no deja de recordarte que aquellos tiempos que hacías en las cuestas de al lado de casa no volverán nunca más.

Pasados esos momentos hay que coger perspectiva y pensar que, quizá porque nuestras condiciones ni motivaciones nunca nos permitieron ponernos un dorsal en una competición de las de verdad, de rebote tenemos la suerte de que no tenemos que pensar en lo que se debe sentir cuando llega el momento de la retirada. Porque nuestras cualidades, sean las que sean y disminuyan cuando disminuyan, nos van a permitir seguir un año más montados en nuestro sillín. Que podremos seguir pasando un frío exagerado en las manos siempre que queramos, pidiendo nuestro cortado para acompañar al plátano de turno o sintiendo ese dolor en las piernas que, aunque no se corresponda con el mejor de los ritmos, nos hará llegar a casa satisfechos de la salida y con la cabeza ya pensando en la siguiente.

Vamos a por el 2020.

La calurosa tarde de agosto…

Debía ser sobre media tarde más o menos de un caluroso día de agosto cuando me dirigí al garaje donde guardábamos la bicicleta. Era una Peugeot verde botella de segunda mano que mi padre compró por 13.000 pesetas en un taller de Calatayud. La excusa fue que era para él. La realidad, que sólo yo la monté. Días atrás, por mi 19 cumpleaños, mi madre me había regalado un culotte. Negro, sin tirantes, muy básico pero que serviría para sustituir a aquellas mallas de correr con una hombrera cosida que hasta entonces había hecho servir.

El motivo o la suma de ambas compras era hacerme salir de la casa de veraneo, allá en el pueblo. Aquel año, por motivos variados, no me encontraba con los ánimos suficientes para quedar con nadie, ni para vivir las tradicionales fiestas.

Así que, con un maillot amarillo del Mercattone Uno, gorra del Puertas Mavisa y el culotte a estrenar, me dispuse a dar una vueltecilla con la Peugeot. No recuerdo si le hinché las ruedas antes de empezar, pero lo que es seguro es que la presión no debía ser ni por asomo la que tocaría. Eran lo que tenían las bicis de antes, que sin mantenimiento eran eternas.

El sentido del recorrido era el habitual. Hacia Acered, a 4’5 kilómetros de distancia. Pero aquel día quería ir más lejos. Me propuse seguir hasta Atea, que estaba 6 kilómetros más allá, en una ruta que también había experimentado alguna vez, y más tarde ir a Daroca. Eso ya eran palabras mayores. Pero el plan era mucho más ambicioso. Pese a qué entonces no existía el Google Maps ni GPS, vi clara la ruta, volviendo luego por Villafeliche y completando una vuelta de unos 60 kilómetros.

El recuerdo que me queda es que debí estar pedaleando unas 3 horas o más, con bastante calor y poco más. Que terminé orgulloso de haber podido cumplir con lo planeado. Supongo que, aún sin saberlo, planté la semilla de un árbol que ha ido creciendo con los años, primero en mi interior y luego exteriorizándolo.

Años después de «la hazaña» mi madre me desveló que aquella tarde pasaron bastantes nervios. Con tanta calor y tantas horas fuera de casa llegaron a preocuparse por mi estado. Me sorprendió, pues en aquel momento no me dijeron nada. Quien sabe si, de haberlo hecho, me hubiesen acobardado para futuras aventuras. Eso, como tantas otras cosas, nunca se sabrá…