Ganando altura…

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Ves el desvío. Hacia la izquierda la carretera que te conduce a la meta del recorrido corto de la marcha. A la derecha la ruta que lleva a la cima del puerto, otro más, tras más de 80 kilómetros de pedaleo.

No sabes por qué, pues las piernas ya van bastante castigadas por el esfuerzo, pero tomas el desvío a la derecha. A partir de ahí, 25 largos kilómetros en ascenso, con pendientes medias del 7 y 8%. No han pasado todavía dos mil metros y ya te das cuenta de tu equivocación. El desarrollo no da para más, las piernas, pese a las barritas y geles, no acaban de encontrar la fuerza suficiente para mover con agilidad las bielas. Delante tuyo se intuye a otro participante que tampoco pasa por sus mejores momentos. Se le ve fatigado, con una cadencia lenta, cabezeando. Pese a ello, pasan los metros y ves que ni siquiera te acercas a él.

Por fin, el último avituallamiento. Paras, buscas plátanos, tu comida fetiche para este tipo de marchas, rellenas el bidón con bebida isotónica a la vez que bebes un par de vasos. Preguntas por lo que queda hasta la cumbre y las respuestas no despiertan en ti el optimismo. Habrá que sufrir.

Vuelves a arrancar. Parece que con más fuerzas, con más ganas, que algo ha cambiado. Pero la sensación dura apenas dos centenares de metros. El tiempo justo para volver a mirar el cuenta-kilómetros y ver que la cifra cada vez está más alejada de los dos dígitos. Echas unas cuentas rápidas y calculas que te quedan, manteniendo ese ritmo, casi dos horas de ascensión.

Hundes la cabeza en el manillar, piensas en cualquier cosa que desvíe tu mente del futuro inmediato. Agradeces que por lo menos esos nubarrones que tienes encima de la cabeza de momento te estén respetando. Pasas un kilómetro más. Ya queda uno menos. Enlazas curvas con bastante desnivel de pie sobre los pedales. Las piernas empujan por inercia, sin fuerza.

Sin saber cómo, entras en los últimos 5 kilómetros, los más duros, los del asfalto descarnado, los que sólo se intuyen por la niebla que empieza a envolverlo todo. Deduces que es a ésto a lo que llaman épica. Empiezas a notar algo de frío. Echas mano del bidón, medio lleno a estas alturas, y buscas ese último gel que has guardado para este momento preciso.

Sigues ascendiendo más por cabezonería que por cualquier otro motivo. Oyes voces, buena señal. Desearías que las piernas despertaran en estos últimos metros, pero asumes cauto que es mejor no intentar desperdiciar las últimas fuerzas. Te cruzas con corredores que van de bajada. La meta no puede estar lejos. Cruzas un paso canadiense, de esos que evitan que salgan las vacas del recinto, con el tembleque que eso provoca en la bicicleta y en ti. El terreno suaviza. Bajas un piñón. Te animas. Ahora sí, las voces son más audibles, ves a más gente, se vislumbra una pancarta al final. Te levantas, una, dos, tres, cuatro pedaladas más… llegaste. Te paras en seco. Recuperas el aliento y buscas con la mirada el mejor sitio para inmortalizar la gesta. Te haces la foto mientras te preguntas si valió la pena. No esperas respuesta. Claro que valió la pena.